Durante mucho tiempo creí que sanar significaba eliminar lo que dolía. Pensaba que los pensamientos oscuros, las emociones difíciles y esas partes de mí que no encajaban con la imagen de la “persona espiritual” o la “mujer fuerte” eran enemigos a vencer. En ese intento, solo me fragmentaba más. Luchaba por ser alguien que no sufría, que no dudaba, que no fallaba. Una versión idealizada de mí misma.
Fue el yoga, la meditación y también la terapia lo que me llevó a un lugar más profundo: el de la aceptación. No como resignación, sino como un acto radical de amor.

La psicología lo llama “integración del yo”: la capacidad de sostener nuestras partes luminosas y nuestras sombras sin negarlas. Carl Jung lo explicaba así: “Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad.”
Desde el enfoque terapéutico, abrazar nuestras partes rechazadas —nuestros “demonios”— permite disminuir la autoexigencia, la ansiedad y los patrones repetitivos. Al traer al consciente lo que hemos escondido, lo transformamos. Lo que se acepta, se calma.
En el plano espiritual, muchas tradiciones coinciden en esto mismo. En el budismo, por ejemplo, se enseña a “invitar a los demonios a tomar el té”. No se trata de pelear con ellos, sino de reconocer que también son parte del camino hacia la compasión y la sabiduría.
Yo tengo mis propios demonios. La duda constante. La necesidad de validación. La culpa por no estar “haciendo lo suficiente”. El miedo a ser vista tal como soy. Y, aun así, estoy aprendiendo a no huir de ellos. A sentarme con ellos en silencio. A respirar con ellos. Y a decirles, desde el corazón: “Ya los veo. Y, aun así, sigo eligiendo amarme.”
Aceptar no es quedarse quieta. Es dejar de pelear con una misma para poder moverse desde otro lugar. Más auténtico. Más libre.


Descubre y elige y tu destino
Por: Maye Padilla (Si vas a copiar, al menos dame el crédito)