A veces me urge viajar. No por huir, sino por encontrarme.
Porque hay algo en el movimiento que calma esta ansiedad que a veces me aprieta el pecho y me susurra: “mejor quédate”. Pero algo más fuerte responde: “¿y si allá encuentras lo que aquí ya no cabe?”.
Viajar con una enfermedad crónica no es simple. No es tan libre como lo fue antes. Ahora viajo con un cuerpo distinto, con una mochila interna que nadie ve, pero que pesa.
Y sin embargo, algo en mí sigue diciendo que vale la pena. Que los sueños son más grandes que el miedo. Que no vine a esta vida a encerrarme en lo seguro, sino a recordarme —una y otra vez— que estoy viva.

Salir de la zona de confort duele. Dejas de compartir lo cotidiano, lo conocido. Pero también abres la puerta a lo inesperado: a un atardecer en otro idioma, a una mirada que no entiende tu acento pero sí tu alma, a ese silencio que sólo encuentras lejos de casa.
A veces me pregunto por qué hay fronteras. Por qué nos dividimos si, al final, todos respiramos lo mismo. Todos buscamos sentirnos parte. Y ahí es donde el yoga me recuerda: somos uno.
Unión: con el cuerpo, con la respiración, con lo que duele y con lo que sueña. El yoga no solo me reconecta conmigo, también me enseña que lo que le pasa al otro también me pasa a mí. Que todos estamos hechos del mismo polvo estelar, aunque lo olvidemos.
Me voy. Pero no me voy del todo. Porque lo que se transforma en el viaje siempre se queda.
Porque aunque regrese pronto, ya no soy la misma.
Y qué bendición poder decir eso.



Por: Maye Padilla (Si vas a copiar, al menos dame el crédito)