Aterrizar en Málaga fue como abrir una ventana y dejar que entrara un aire nuevo, tibio y salado. El Mediterráneo me saludó sin palabras, y yo, todavía con el jet lag, sentí que algo dentro de mí también se acomodaba.
Desde Málaga volé a Cómpeta, un pueblo blanco escondido en las montañas de la Axarquía. Aquí, las calles son tan estrechas que parecen secretos y, desde lo alto, el mar se ve como una línea azul que no se acaba.
El hotel que, solo por esta temporada, se convierte en ashram, huele más a vacaciones que a incienso. Poco a poco voy adaptándome al ritmo de vida yogui, entre kirtan, posturas y silencios.
El primer amanecer me encontró antes de que sonara la campana. La mente quería quedarse en cama, pero el cuerpo sabía que había venido a despertar. Entendí que la verdadera llegada no había sido a Málaga ni a Cómpeta, sino a mí misma.

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Por: Maye Padilla (Si vas a copiar, al menos dame el crédito)