“No volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas”, dijo alguna vez Salvador Dalí.
Y aunque su frase fue una crítica, para muchos —incluyéndome— es una forma perfecta de describir el hechizo que lanza esta ciudad apenas la pisas.

La Ciudad de México es un territorio sagrado. Tiene algo ancestral, algo que no sabes si es por la tierra volcánica, las pirámides, los temblores o el arte que brota hasta de las banquetas. Es una ciudad viva, contradictoria, mágica.
Caótica y poética.
Imperfecta y brillante.
Y aunque no siempre es fácil de habitar, sí es imposible de olvidar.
No soy la única que lo siente así. CDMX ha sido elegida varias veces como una de las mejores ciudades del mundo para visitar, según rankings como el de Time Out o Travel + Leisure.
Sus museos —más de 150— la colocan como una de las capitales culturales de América Latina.
Artistas, chefs, creativos y viajeros de todo el mundo siguen eligiéndola como hogar temporal o permanente.
Y sí, también hay tráfico, marchas, inseguridad, y caos. Pero en medio de todo eso, algo te hace quedarte.
No sé si es el maíz, los colores, las montañas al fondo o la forma en que aquí lo divino y lo popular conviven en el mismo altar. Pero CDMX no es una ciudad que se entienda: es una ciudad que se siente.
Y hay que sentirla.
Caminarla.
Verla bailar entre lo moderno y lo místico.
Y dejar que, como Dalí, te descoloque.
Porque tal vez eso es lo más surrealista de todo: que en medio del caos… uno se encuentra.
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Por: Maye Padilla (Si vas a copiar, al menos dame el crédito)